Ernesto Yepes del Castillo 

El coronavirus que hoy azota al mundo no es un exabrupto fortuito de la naturaleza como muchos creen. Tampoco constituye una hecatombe no advertida por los radares de sanidad mundial. Aceptémoslo, es el resultado infeliz de decisiones y acciones tomadas por los humanos respecto a la naturaleza de la cual, olvidamos, formamos parte.

Y aunque los virus habitan en la tierra muchísimo antes que el hombre, recién en 1899 fue identificado el primer virus, atacando plantas de tabaco. De entonces a la fecha, apenas se han registrado con detenimiento alrededor de cinco mil, una parte pequeña de los millones que existen. Naturalmente, el microscopio electrónico ha hecho posible este acceso.

Gracias a esos avances, contamos con notificaciones alarmantes: en los últimos 50 años son las enfermedades infecciosas las que constituyen los males más letales de nuestro planeta. Advirtiéndonos, además, que el 75% de esas infecciones son zoonóticas. Es decir, enfermedades que se transmiten entre humanos y otros animales, como mamíferos y reptiles. Tal el caso del COVID-19 que ahora nos asedia.

Hoy por hoy, el tema que más angustia a la población planetaria no es conocer las causas que subyacen detrás de la actual pandemia sino saber hasta cuándo habrá que soportarla olvidando que ignorar el origen del patógeno equivale a no anticiparnos a los estragos de la próxima zoonosis que podría ser aún más letal que la actual.

¿Cuánto tiempo más? No lo sabemos. De lo que si estamos seguros es que mientras sigamos destruyendo ecosistemas, implantemos más entornos artificiales y destruyamos hábitats de tantas especies, seremos más vulnerables a los azotes infecciosos. Amén de los efectos del cambio climático que penden sobre la vida terráquea.

¿Qué hacer? En primer lugar asumir que somos parte de esta naturaleza que hoy lucha por sobrevivir. Y que el continuar acosándola en estado agónico pone en riesgo incluso nuestra propia sobrevivencia. En suma, el homo sapiens debe hacer honor a su apelativo, pasando de depredador a defensor de la vida planetaria.

En estas circunstancias tan dramáticas no es poco lo que el Perú puede aportar apoyando una reconstitución biológica local y mundial.

Afortunadamente del total de vida silvestre que aún permanece en el planeta, entre el 50 y 70 % se encuentra en los denominados bosques tropicales húmedos intercontinentales. Esta constituye la mayor reserva biológica para la reconstrucción de la vida destruida.

Pues bien, el Perú tiene el privilegio de compartir una parte considerable de ese bosque tropical, pudiendo convertirse en una de las mayores factorías sanitarias orientadas a la reconstrucción de la biodiversidad que estamos destruyendo.

El drama es que esos santuarios, así como el resto de la flora y fauna planetaria, también están convertidos en centros críticos de extinción. Cada año millones de hectáreas de bosque se continúan depredando en el mundo. Los cálculos son desconsoladores. Se estima que de las 240,000 especies de plantas existentes solo unas 60,000 podrán sobrevivir en las próximas décadas si no se detiene este crimen planetario.

El Perú puede jugar un papel importante en los futuros esfuerzos de reconstitución sanitaria mundial dada su variada y rica diversidad biológica en la que se incluye su bosque tropical húmedo, cuarto en extensión en el mundo. No olvidemos que ese tesoro biológico constituye una valiosa fuente de recursos naturales, de agua, animales, plantas de todo tipo incluyendo, por supuesto, las que poseen propiedades medicinales. En suma, nuestro emporio de flora y fauna puede convertirnos en un gran complejo sanitario orientado a la reconstrucción biológica del planeta y en particular del Perú.

Pero no solo podemos participar en la reconstrucción de la biodiversidad. También podemos actuar, por ejemplo, en otro gran frente: aprovechar nuestra riqueza biológica para proteger contra flagelos como los actuales a la población más numerosa y más castigada por la pandemia: la población pobre del Perú.

Para ese más de 70 % de peruanos que no tiene atención medica adecuada ni tampoco puede dejar de trabajar para escapar del virus, la normalidad es enfrentarse a él todos los días pertrechados de su única defensa: el sistema inmunológico. Pero como suponemos, éste es débil, incapaz de resistir el asalto invisible y mortal.

Es nuestra oportunidad. Frente al asedio de los patógenos actuales y futuros la mayor defensa de esos sectores sociales vulnerables será el fortalecimiento de su sistema inmunológico mediante el consumo de especies alimenticias ancestrales recuperadas que poseen propiedades terapéuticas específicas para la salud preventiva y curativa. Ellas en muchas zonas han desaparecido desplazadas por variedades con más éxito mercantil.

Por supuesto, para esas tareas de reconstrucción debemos incorporar también el aporte del conocimiento contemporáneo: docentes e investigadores que recolectan y potencian tanto el viejo legado ancestral como el republicano reelaborado por las prácticas locales. Tal el caso de instituciones y grupos de investigación públicos y privados que trabajan en zonas desfavorecidas en todo el Perú sorteando mil limitaciones y desarrollando un trabajo prioritario. Ojalá que instituciones estatales como Concytec, las universidades, fundaciones y centros privados, apoyen esfuerzos como los liderados por Fidel y Juan Torres en la zona norte del Perú, encaminados a fortalecer las defensas inmunológicas de millones de peruanos que siendo mayoría demográfica, cumplen un bicentenario sin poder diferenciar hasta hoy la exclusión colonial de la republicana.